Queridos
blogueros: Como esta semana no he tenido la oportunidad de disfrutar de ningún
evento cultural digno de figurar en este blog, me permito incluir este cuento
de mi cosecha, que espero sabréis apreciar.
Con la boca abierta
Se lo había dicho mil veces
que así no podíamos continuar, que aquello no era vivir, que no había ni dios
ni mortal que lo aguantara. Pero él parecía no querer entenderlo.
Y es que no hay ser humano que pueda
soportar un día sí y otro también, gritos, golpes y humillaciones, sin que
exista la más mínima causa, culpa o justificación.
Dolía mucho tener que oír todo
lo que salía de aquella sucia bocaza, que solamente se abría para gritar, vejar
o insultar, a lo cual seguía una lluvia de golpes que de manera continua e
impotente tenía que soportar.
Aunque eso sí, después no
faltara aquello de: que si perdóname
mi amor, que si no lo voy a hacer más, que si no sé lo que me pasa, que si
estoy muy arrepentido. Pero que duraba tan poco, que al cabo de un par de días
aquella maldición surgía de nuevo.
Además no era solamente yo la
que recibía aquel maltrato, pues a mis dos hijitas, pobres angelitos, también
las alcanzaba parte de lo que habitualmente reservaba. Y eso que de la casa,
las niñas o de mí misma, no podía tener ninguna queja, pues ni una sola excusa
justificaba que descargara en la violencia hacia nosotras, todos sus miedos,
fracasos, y complejos.
Por eso fue señor juez, que al
verle así, sentado en la butaca y dormido frente al televisor, con la cabeza
echada hacia atrás y la boca abierta, pensé que sería una lástima desperdiciar
todo aquel aceite aún caliente con el que acababa de freír el pescado para la
cena, arrojándolo por el desagüe del fregadero.
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