Inocentes
como los Ángeles
Es
frecuente que me encuentre con ellos, cuando al visitar a mi nietecita, tomo el
autobús que me conduce a la urbanización en la que habita junto a sus padres.
Justo
enfrente, se encuentra un edificio en el que se ocupan de la atención de los
que ahora se denominan, con mucho más justicia, personas diferentes, y que
anteriormente se definían como subnormales, deficientes mentales o mongoloides, según el criterio personal de
quien los nombrara.
En
grupo, acompañado de educadores y cuidadores, abordan el autobús entre recomendaciones,
comentarios al uso, a menudo graciosos y acompañados de estrepitosas risas.
Otros callan y observan.
Sentado
entre ellos, noto una fuerte opresión que algunas veces
ha llegado hasta hacerme asomar alguna tímida lágrima, fruto de mi empatía
hacia ese colectivo.
Hay quienes
su físico denota de inmediato su condición, mientras que otros parecieran
“normales”, y lo escribo entre comillas, hasta que pronuncian alguna frase que
les delata.
A
menudo me pregunto qué pasará por sus cabezas, qué pensarán del mundo que les
rodea, de la vida, de la muerte, si serán felices en su estado y tantas cosas
más.
Pienso
en sus familiares, con ese inmenso amor hacia ellos y su gran dedicación y
entrega. Y en ese momento no dejo de sentir y lamentar el peso de ese error de
la naturaleza, que tanto me cuesta asimilar y aceptar.
Me rebela pensar, cómo de niño me
contaron que los hombres y mujeres habían
sido hechos a imagen y semejanza del Creador.